Por Germán Ibáñez*
El escandaloso fallo de la Corte Suprema de Justicia
dictaminando el carácter inconstitucional de cuatro artículos de la ley de
reforma del Consejo de la Magistratura es un episodio más de la puja que cada
vez adquiere más relieve en nuestra Argentina: pueblo o corporaciones.
Especialmente sugestiva resulta la redacción de uno de los argumentos
esgrimidos por la Corte, aquel que señala que la elección popular de consejeros
“…vulnera el ejercicio de los derechos de los ciudadanos al distorsionar
el proceso electoral”. Suscribir este postulado nos retrotrae al
régimen oligárquico.
Efectivamente, no podemos menos que recordar que la matriz
original de nuestro Estado cristaliza en el período histórico de consolidación
de la dominación oligárquica (último tercio del siglo XIX). Hablamos de un
Estado cuya consolidación no fue ajena a las luchas políticas y sociales del
siglo XIX y a la imposición de determinados intereses societarios. Un Estado
cuya forma y régimen remiten a la experiencia del liberalismo metropolitano
decimonónico, de carácter republicano y representativo pero fundamentalmente
antidemocrático. Un Estado patrimonialista, instrumentado en su casi totalidad
por las elites dueñas del poder económico: la burguesía agropecuaria y
comercial, y el personal civil y militar asociado a ellas que conforman el
bloque oligárquico.
Serán los movimientos nacionales y populares del siglo XX
los que conmueven la matriz oligárquica del Estado argentino, imponiendo la
democratización, especialmente en los poderes ejecutivo y parlamentario, así
como la ampliación de la esfera de derechos para nuestros ciudadanos. Nada de
eso ocurrió sin lucha: más bien los impulsos democratizadores estuvieron
asociados a formas ampliadas de participación y movilización política popular.
La consolidación de las reformas progresistas y de apertura democrática del
Estado se alcanzó también en la medida que se erigía en dichas circunstancias
(durante el primer peronismo, por ejemplo) un poder político democrático
fuerte. Esto es lo que vuelve a estar en el centro de la escena. Las
transformaciones progresistas, en la medida en que afectan intereses económicos
o corporativos poderosos, no pueden asentarse sin la afirmación de un poder
político democrático.
La corporación judicial es el poder del Estado que ha
resistido más exitosamente la ampliación democrática, y pretende erigirse en
contrapeso no de los otros poderes del Estado sino de la democratización del
conjunto. De allí la caprichosa afirmación de que la elección popular de
consejeros “vulnera” el derecho de los ciudadanos. El blindaje corporativo del
estamento judicial es justificado en aras de prevenir la “distorsión” del
proceso electoral. Menuda conclusión. Toda ampliación democrática “distorsiona”
el proceso electoral en un régimen representativo. Es fácil advertir que con
esa lógica también la consagración del voto femenino en la década de 1950
“distorsionó” el proceso electoral.
El fondo de la cuestión está en si nuestro sistema político
asegura concretamente el principio fundamental de la soberanía popular, o
establece que existen áreas “vedadas” cuya competencia exclusiva le corresponde
a determinadas corporaciones. No podemos obviar que esta tensión pueblo versus
corporaciones se expresa hoy también en otros planos como la democratización de
la comunicación audiovisual. En ese camino de asegurar la ampliación
democrática y la conquista de nuevos derechos, deberá seguir insistiéndose en
la democratización del poder judicial, último basamento del viejo régimen
oligárquico.
* Profesor de Historia y Secretario Académico de la
Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo
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