sábado, 12 de octubre de 2013

A 521 años de la masacre de los pueblos originarios

Hubo un tiempo en el que todo era bueno. Un tiempo feliz en el que nuestros dioses velaban por nosotros. No había enfermedad entonces, no había pecado entonces, no había dolores de huesos, no había fiebres, no había viruela, no había ardor de pecho, no había enflaquecimiento. Sanos vivíamos. Nuestros cuerpos estaban entonces rectamente erguidos. Pero ese tiempo acabó, desde que ellos llegaron con su odio pestilente y su nuevo dios y sus horrorosos perros cazadores, sus sanguinarios perros de guerra de ojos extrañamente amarillos, sus perros asesinos.
Bajaron de sus barcos de hierro: sus cuerpos envueltos por todas partes y sus caras blancas y el cabello amarillo y la ambición y el engaño y la traición y nuestro dolor de siglos reflejado en sus ojos inquietos nada quedó en pie, todo lo arrasaron, lo quemaron, lo aplastaron, lo torturaron, lo mataron. Cincuenta y seis millones de hermanos indios esperan desde su oscura muerte, desde su espantoso genocidio, que la pequeña luz que aún arde como ejemplo de lo que fueron algunas de las grandes culturas del mundo, se propague y arda en una llama enorme y alumbre por fin nuestra verdadera identidad, y de ser así que se sepa la verdad, la terrible verdad de cómo mataron y esclavizaron a un continente entero para saquear la plata y el oro y la tierra. De cómo nos quitaron hasta las lenguas, el idioma y cambiaron nuestros dioses atemorizándonos con horribles castigos, como si pudiera haber castigo mayor que el de haberlos confundido con nuestros propios dioses y dejado que entraran en nuestra casa y templos y valles y montañas.
Pero no nos han vencido, hoy, al igual que ayer todavía peleamos por nuestra libertad.

Taki ongoy - Víctor Heredia


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